Las sociedades se mantienen integradas sin caer por la pendiente de la anomia si logran fomentar un clima de confianza básica en los grupos e instituciones que las forman. Sin embargo, no es sencillo dar cuenta de ese clima acudiendo a actitudes racionales de los miembros de la sociedad. Confiamos habitualmente en los grupos, desde grupos informales como los amigos hasta instituciones complejas como los sistemas de salud o los educativos, pasando por la confianza que otorgamos a los medios de comunicación y redes sociales. Les confiamos cosas valiosas: nuestra vida, la educación de nuestros hijos, el destino de la política o la información que necesitamos o nos interesa.

Si la experiencia diaria nos dice que confiamos cotidianamente en estos grupos, no falta tampoco evidencia de que tal confianza coexiste con fenómenos dispersos pero generalizados de desconfianza que se expresan en diversas manifestaciones como los movimientos antivacunas, las varias formas de conspiracionismo o los múltiples negacionismos. Junto a estas modalidades extremas y bizarras de desconfianza, no hay la menor duda de que confiar ingenuamente puede ser tan arriesgado como no hacerlo: les confiamos sin reparos nuestros datos a las grandes corporaciones telemáticas, y quizás la sociedad necesitaría que someter a un control mayor el tráfico de datos y no aceptar sin reparos las declaraciones de los directivos de estas poderosas multinacionales.

El dilema de la confianza

La confianza es una relación triádica: X confía en Y para hacer H y existe por parte de quien confía (X) una expectativa de que la persona en la que se confía (Y) tiene competencia para hacer H y que efectivamente hará H. Confiar siempre tiene algún costo por parte de quien lo hace, por el hecho de que se pone en manos de la otra parte en cosas que importan mucho. Al confiar reconocemos la vulnerabilidad y precariedad propias pues como humanos estamos en relaciones intrínsecas de dependencia. Reconocer esta precariedad implica ponerse en manos de los otros.

La confianza en grupos e instituciones es necesaria para explicar la coordinación que exige el funcionamiento normal de la sociedad y la satisfacción de sus necesidades e intereses básicos, pero no es una confianza ciega sino dirigida específicamente a grupos e instituciones de los que se espera que cumplan ciertas tareas. Aunque las cuestión de confianza en grupos afecta a todas las dimensiones de la vida social, en lo que respecta a nuestro proyecto sobre desacuerdos morales tiene una dificultad particular en el ámbito de la comunicación y circulación de noticias, hechos e ideas que tanto contribuye a la formación de ideologías y actitudes morales y prácticas. La inmensa mayoría de lo que sabemos en algunos contextos dependen del testimonio de otros. Confiamos en ellos porque los respaldan con su responsabilidad personal, como ocurre con la educación, pero ¿qué ocurre con los medios de comunicación y redes sociales? Por ejemplo, a veces se discute si se debe aconsejar o no a los alumnos que consulten y usen Wikipedia. Gonzalo Velasco (2023) observa cómo habitualmente atendemos a las noticias que cuelga en redes gente de nuestra confianza ideológica, aún sin haberlas examinado. En fin: si no confiamos no podríamos sobrevivir, si confiamos ciegamente estamos en grave riesgo de ser colonizados por estrategias engañosas.

El dilema de la confianza se presenta ubicuamente en la vida cotidiana, por lo que tiene una dimensión práctica, pero también en la teoría social, en la que plantea uno de los problemas más complejos de resolver en filosofía y epistemología políticas: el de encontrar los mecanismos explicativos de por qué confiamos y si tendríamos que hacerlo en colectivos a los que no adscribimos intenciones ni responsabilidades como hacemos con las personas. La proliferación de grupos informales en redes sociales, grupos que en ocasiones ejemplifican dinámicas tribales e intolerantes, cercanas a los cultos, y la incidencia que tienen esos grupos para el acceso y distribución de información entre sus miembros, hace resulte urgente esbozar un marco explicativo que dé cuenta del dilema de la confianza para tales contextos.

¿Podemos confiar en grupos y colectivos?

Hay diversas explicaciones de por qué se despierta la confianza y en qué se basa: algunas teorías mantienen que es una suerte de actitud afectiva basada en lazos emocionales, otras que es una actitud cognitiva basada en regularidades del pasado. La teoría más convincente es la que sostiene la filósofa británica Katherine Hawley (1971-2021), quien explica la confianza como la actitud de fiarse de que la otra parte hará h porque se ha comprometido explícitamente a hacerlo. Es lo que hacemos cuando confiamos en la palabra dada por otra persona cuando se compromete implícitamente a no engañarnos. Hay una distinción entre la confianza personal y el que nos fiemos de una máquina (podemos llamarla mera fiabilidad). La diferencia es que las personas tienen intenciones, y por ello pueden engañar, algo distinto a simplemente equivocarse (un error no basta para que perdamos la confianza, una mentira o fake news sí). La distinción es esencial para responder a la cuestión de si es razonable confiar en los grupos. ¿Cómo es posible confiar en grupos si estos presumiblemente no tienen intenciones, algo que exigiría una especie de conciencia colectiva?

El criterio para considerar que algo (alguien) tiene una actitud intencional es la posesión y ejercicio de capacidades de formar representaciones y motivaciones, de hacer planes y de generalizar su ámbito de acción de un caso a otros similares. Sin el ejercicio de ellas no podríamos explicar las conductas de tal agente. ¿Podemos pensar así los grupos? ¿Cómo pensar las condiciones de posibilidad de colectivos que sean sensibles a razones, es decir, grupos que sin caer en la dictadura unipersonal, o en otras formas indirectas de tecnocracia o epistocracias (dirección por parte de minorías de expertos)?

Han sido muchas las exploraciones que se han llevado a cabo en la epistemología política y en la sociología para escapar a la presión de estos dilemas, pero casi todas convergen en buscar en el diseño y la dinámica organizativa de los grupos la base para trascender las limitaciones. Dejando a un lado los detalles técnicos de estas líneas de investigación, la idea más promisoria es la de cómo agregar compromisos personales con objetivos y prácticas comunes que sean sensibles a ciertos objetivos normativos: sensibilidad a la verdad, normas morales u objetivos prácticos deseables que definan la acción grupal en un sentido conjunto.

Por supuesto que no hay reglas sencillas para el diseño organizativo de esos grupos ni para la orientación de dinámicas que hagan de los colectivos grupos responsables y confiables para ciertos objetivos. En cualquier caso, sea cual fuere la forma en que se realiza, lo que podemos concluir es que hay grupos confiables, a los que de hecho confiamos muchas cosas valiosas de nuestras vidas, y que la agencia de estos grupos, su responsabilidad y confiabilidad hay que buscarla en cómo se ha constituido su diseño como grupo, es decir, los modos en los que circulan los compromisos, los sistemas de incentivos y control y la toma final de decisiones atendiendo a las circunstancias concretas de la situación.

Por el contrario, sabemos que hay grupos en los que no debemos confiar debido a su estructura, diseño organizativo y dinámicas interactivas. Por ejemplo, las publicaciones del movimiento QAnon, primero estadounidense, luego extendido a otras partes del mundo, que llegó a tener centenares de cuentas de Twitter y que tanto influyó en la distribución de las ideas y estrategias de Donald Trump.

La confianza en entornos digitales

Aunque la confiabilidad en los grupos se basa en su diseño organizativo, lo cierto es que existen muchas variables en el entorno social que ayudan o impiden la constitución confiable de un grupo. Es relativamente sencillo encontrar indicadores en la historia de las instituciones públicas, pero en otros casos, como los medios de comunicación y redes sociales, sobre todo en entornos digitales, tenemos que examinar el contexto histórico en el que aparecen y si su relativa estabilidad y confiabilidad se debe a que mantienen un alto grado de coherencia. Ahora bien, en algunos contextos el grado de calidad informativa es muy difícil de alcanzar. Por ejemplo, es difícil la formación de estos grupos en medios sociales llenos de violencia, polarización e intolerancia, o en entornos donde existan formas extremas de opresión y exclusión. No es que sean imposibles, pero el entorno social hace más improbable la agregación de compromisos individuales en formas organizativas confiables. Por el contrario, la extensión de formas sociales de cooperación y solidaridad en múltiples tareas y desde los primeros momentos de la formación de las personas crea paisajes de posibilidad en los que se desarrollan con facilidad grupos confiables. Pensemos en periodos de tensión como el referéndum sobre el fin de la violencia en Colombia, el Brexit, las elecciones norteamericanas o el procés catalán. Fueron contextos espinosos, aunque esporádicos. Otra cosa ocurre en ciertos estados en donde el control de lo digital por parte de los poderes sesga de forma extrema la expresión de las ideas y la exposición de los hechos.

En la diversidad de grupos y colectivos que caracterizan nuestras sociedades hay dos que destacan por su importancia en la cultura presente: por un lado, las redes sociales creadas mediante las plataformas de comunicación, que se han convertido en las dos últimas décadas en una parte muy influyente de lo que llamamos la esfera pública, compitiendo a veces con el poder de los medios de comunicación de masas.

El segundo caso son los movimientos sociales de carácter informal, que en buena medida se han constituido como agentes de políticas sociales que compiten con los sistemas representacionales clásicos como los partidos, sindicatos y asociaciones específicas. A diferencia de estas instituciones, los sistemas de autoridad son informales y también se basan en lazos débiles que, sin embargo, producen acciones y tradiciones de acción emergentes muy definibles.

¿En qué medida estos nuevos grupos pueden ser objetos de confianza y considerados con capacidades de responsabilidad? ¿En qué medida pueden ser confiables respecto a ciertos bienes como el conocimiento y las normas morales y políticas?. Esta pregunta es parte de nuestro proyecto y una respuesta convincente a la misma debería, creo, tener en cuenta qué dinámicas de estos grupos semi-agenciales los hacen progresivamente sensibles a objetivos comunes que sean parte de los bienes públicos. No importa que haya tensiones y desacuerdos profundos en ellos, la cuestión es qué dinámicas de incentivos, normas y sistemas de control los aproximan a lo que he llamado “microinstituciones” basadas en la agregación de compromisos que puedan ser el objeto adecuado de nuestra confianza.

Bibliografía para seguir leyendo

Gilbert, Margaret (1996) Living Together: Rationality, Sociality, and Obligation, Rowman and Littlefield.

Hawley, Katherine (2012) Trust: A Very Short Introduction, Oxford University Press (2012)

List, Christian, Philip Pettit (2011) Group Agency: The Possibility, Design, and Status of Corporate Agents, Oxford University Press

Velasco, Gonzalo (2023) Pensar la polarización, Barcelona: Gedisa (por publicar)

Fernando Broncano

Profesor Titular de Lógica y Filosofía | Dpto. Filosofía | Universidad Carlos III de Madrid